miércoles, 28 de octubre de 2009

Añoranzas





1.
Son intrusos que rondan como frescos
los cuadros del pasado.
En ellos puedo ver el patio de mi casa
de pulpa vegetal, con su melena a cuestas,
donde surge silvestre el fríjol verde,
la batatilla que abraza carboneros
el mikay con sus dedos de lanza,
la acedera y la espadilla,
panacea bendita de mi madre
para vencer la fiebre y los parásitos…

Desde la escarpa de mis ojos
aún perplejos
se mueven como larvas del tiempo,
recuerdos de una mañana cualquiera
que se pierden en ese mar de hojarascas,
allende la ciudad,
mientras rumio el plañir
del mismo río que arrullara mi infancia.


2.

Afuera, en el rellano, se yerguen los naranjos
como eternos compañeros de infancia
.
Bajo sus viejas ramazones
cumplíamos a diario la cita del ocio,
para morder sus frutos ácidos y raquíticos,
manjar de soledades;
y en los días de sol,
su sombra nos curaba de la acidia.

Abajo el azahar tendido sobre las hojas muertas,
las huellas peregrinas de nuestros pies desnudos
y los ecos aún vivientes de nuestros gritos.

La infancia se regodeaba en sus soledades
y el desatino era la impronta de nuestra pobre inocencia.

Naranjos del repecho.
Su ramaje de pobre desmechada
pintan de vez en cuando un estreñido fruto
que apenas sirve de excusa
para saciar el hambre
de diabluras.


3.

La neblina, se vierte en añoranzas
como estigma del tiempo
y agita entre mis ojos sus fantasmas
que danzan como viejos telares blanquecinos.
Toda ella es mi infancia
y en ella se renuevan mis sueños.

Al frente, entre los descampado que deja la bruma,
puedo ver la loma de la India
y la leyenda se pierde punta arriba,
después de atravesar el río
que brama desde abajo.

La bruma densa cubre ahora mis ojos
como una inmensa gasa
y apenas me queda espacio para soñar.




4.

Yo te adivino Cuanza, desde lejos
paciente entre las brumas,
como un canto de indígena chamí
que amamanta en su pecho
el paladar de un niño que se aduerme

entre brazos;
entonces con mis ojos aún abiertos
sueño llegar hasta tu propia entraña
y el eco de tu palabra, “Cuanza”,
me sigue sonando a música silvestre,
deliciosamente salvaje.



5.

En san José,
mi casa era pequeña y bella;
hecha toda en bahareque,
con sus tejas de astilla,
y astromelios y dalias.
Y el colibrí temblaba sostenido en el aire
mientras le amamantaba el dulce
licor de aquellas flores.

Bajo el alar, mi padre saboreaba
el pan recién asado
y en el patio sembrado de leños para el fuego,
se regodeaba el gallo, exhibiendo su garbo
a las pocas gallinas.

Y allá arriba, tras de las talanqueras,
el caballo palomo desplegaba su calma
en la mirada, mientras de un coletazo
espantaba las moscas.




6.

Era domingo entonces

y el atardecer dibujaba en el fondo
la figura esperada.
Adelante la yegua asomaba empapada
y asido de su cola, mi padre sonreía,
mientras, junto a mi hermano,
volaba por la cuesta, ansioso de encontrarle.
Mi madre se asomaba feliz en el repecho
y en su rictus guardaba una frase callada de bienvenida.
El silencio gritaba a voces
y el amor se besaba en el silencio.
Venía después el aroma del café;
y de los costales, brotaban las roscas de pandequeso,
aún calientes.

Después, sólo después,
rodaba sobre el banco el pequeño mercado.

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