domingo, 1 de noviembre de 2009

Montañas de San Jósé



Ni los sueños podrán restituir el pasado.




MONTAÑAS DE SAN JOSÉ

I

En la fértil montaña donde tejí mis sueños
se alojan mis recuerdos.
¡oh, placenta de encantos, tierra madre,
cuna de aromas vírgenes!

Abajo estaba el río sollozante y arcano.
Lo recuerdo sonoro, puedo sentir su aliento.
Abajo, el canto suave monocorde,
abajo, su atractivo sibilante,
abajo, muy abajo, el misterio inefable
de unos sueños viajeros
hacia el más misterioso de los mares.

Desde lejos llegaban las noticias
de los itinerantes, de extraños caminantes,
de ciudades lejanas encantadas
donde sobraba el pan y los placeres.

La belleza aún estaba escondida
y la montaña era todo mi atractivo.
Mis pasos repetían senderos de hojarasca
aroma de humus, silabeo de hojas
mecidas por el viento.

Mis pasos saboreaban con su palpo desnudo
la tierra jabonosa, la raíz vegetal, la huella, el lodo
y mis oídos podían percibir el canto múltiple
de las aves viajeras, de tucanes y loros y turpiales.

Y al llegar al entable donde estaba mi padre
el sudor de su cuerpo se mezclaba
con el aroma intenso de los robles caídos,
del aserrín dorado que en colchones
sembraba dulces besos a mis pies fatigados.

Luego se reclinaba el viejo amado;
con sus fibrosas manos destapaba la vianda
y el olor del sancocho sazonado
abría espacios largos,
sembrando en mis adentros
aromas memorables.



En la fértil montaña de mis sueños
quedarán para siempre los recuerdos
de lo que fue mi aliento.


II

Yo no sabía nada de las huellas del tiempo.
Abierto a la esmeralda de las hojas silvestres
mis ojos se expandían por un mundo ensoñado
donde la casa toda era mi mundo,
un paraíso entero.
Era mi casa entonces mi único universo.

Allí abría mis ojos extasiados
a la vida silvestre
y con los armadillos que pastaban a metros
en manada, apostaba carreras
y bogaban mis pasos los senderos
y me internaba raudo entre las breñas
con fuerza montaraz

¡Mi casa y la montaña,
la montaña y mi casa!

Sus paredes, en tablas milenarias
daban pan y cobijo en las noches de invierno.
Tenía techos de astilla recubiertos de lama
de color esmeralda, donde anidaban larvas
bajo pequeñas matas.

Mi casa era un refugio hecho de magia y bruma
porque en su vientre glauco cobijaba esperanzas.

Era mi casa toda un refugio de andanzas,
hervidero de vida de amor y de ilusiones;
un lugar que albergaba dos familias hermanas;
y en la cocina inmensa de terraplén y bancas,
nos sentábamos todos para escampar del agua.

El humo de la tapia, azul y bravo
nos llenaba de besos
y ardían nuestros ojos con el agua
caliente de las lágrimas.


III

En los tiempos de invierno
llegaba el hada triste.
Era el hambre callada y bostezante
que humilde y silenciosa,
en las bancas se anclaba.

Entonces la montaña se llenaba de pasos
en busca del cogollo de la palma
que llenaba las ollas con el agua y la sal
y todos los muchachos
salíamos con mi madre tras de los cenagales,
y en breñas y rastrojos buscábamos el fríjol
que cumplía la gracia de matar nuestro mal.

Mi madre se mecía sobre los grandes troncos,
blandos y envejecidos
mientras sus manos largas
asían los bejucos tan frágiles como ella
y de un tirón sembraba en su bolso de tala
vainas largas y frescas, verdes y amarillentas,
mientras entre sus dedos se alojaban
las cremas jabonosas
de humos avinagrado.

El hambre hacía su ronda
y con mucha frecuencia
nos besaba...


IV

Y pasaron los vientos
y los inviernos largos
y llegaron las hambres prolongadas
y las desesperanzas;
y luego se instalaron los recuerdos
y las añoranzas
y los deseos de volver...

Y un día... con el paso del alba


los caminos de musgo y pedernal
rastrillaron el casco de las mulas
que alzaban en sus lomos
nuestros jotos
forrados en costal.

Entonces con mis ojos
aún cubiertos de ensueño
pude ver que en el último recodo
nuestra querida casa de madera,
la de techos de astilla
donde anidaban larvas
bajo pequeñas matas,
se iba fundiendo muda entre las hojas
...la montaña se la había tragado.

Hoy al paso del tiempo
reconozco
que casi a diario viajo con mis sueños
hasta la tierra madre
y aún en mis oídos
sigue sonando el eco sollozante
del río
que con paciencia tierna
me reclama.

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